Return to Index


LEYENDA DEL SANTO SEPULCRO

 

LEGEND OF THE HOLY SEPULCHER

 


by OFELIA CABRERA ZALDIVAR


A student of Spanish under Dr. Angela Perez de la Lama from 1940 to 1944, at the Institute of Secondary Education in Camaguey, Cuba.


 


This essay was originally published in El Camaguey Legendario (La Moderna Press, Camaguey, 1944)

English Translation by Ricardo A. Gonzalez (September 2007)

 

 


Hay en el corazón humano dos grandes pasiones que producen consecuencias distintas para la humanidad. Una es la pasión noble y generosa del amor, la otra la pasión baja y miserable del odio. Una y otra, amor y odio, han llevado al hombre a escribir las páginas más intensas de la historia: grandes y bellas unas, tétricas y aborrecibles las otras. El amor y el odio han tejido en muchas ocasiones tristes y emocionantes historias en que la tragedia ha puesto una nota de intenso dolor; tal es la historia del Santo Sepulcro que se venera en esta Ciudad y que ha dado origen a la leyenda de ese nombre, a la bella leyenda camagüeyana del Santo Sepulcro.


Trasladémonos con la mente a principios del siglo XVIII, época en que Puerto Príncipe vivía en medio de un ambiente patriarcal que recuerda mucho las ciudades españolas de la Edad Media.


En este ambiente sano y apacible la vida de la sociedad camagüeyana era una vida casi familiar. Por lo regular todas las familias esta­ban unidas por algún lazo de parentesco, lo que hacía que fueran más estrechas las relaciones sociales entre unas y otras.


La familia Agüero, considerada como una de las fundadoras de la Villa, había contribuido notablemente al progreso de la población. Sus descendientes a través de varías generaciones, habían enriquecido el tronco fecundo de sus progenitores y habían aumentado el patrimonio de sus mayores.


De una de esas ramas de los Agüero, procedía Don Manuel Agüero y Ortega, rico hacendado casado con Doña Catalina Bringas y de Varona pertenecientes ambos a la nobleza criolla. Gozaban de general aprecio en la sociedad, no sólo por su posición social, sino por la generosidad cristiana de sus corazones, ya que cuantos acudían a ellos en demanda de ayuda encontraban no solamente la dádiva generosa, sino la frase de consuelo que mitigaba sus sufrimientos.


Rodeados de sus hijos, vivían en una de aquellas grandes casonas camagüeyanas disfrutando de la dulce felicidad que proporcionaba el bienestar material y la tranquilidad de conciencia, cuando la muerte de Doña Catalina llenó de tristeza el corazón de toda la familia y muy especialmente el de Don Manuel, que decidió deshacerse de todas las cosas de este mundo para entregarse por completo al servicio de Dios, ordenándose de sacerdote.


Era costumbre entre las familias ricas y piadosas de aquel tiempo, proteger a otras familias pobres, formándose entre ellas un vinculo parecido al de la clientela romana. Don Manuel tenía a su abrigo, desde en vida de su esposa, a un niño hijo de una viuda que se criaba en la casa junto con su hijo mayor como si fueran hermanos. Ambos crecieron y se educaron juntos y una vez terminados aquí sus estudios, don Manuel los envió a La Habana a estudiar Leyes.


Durante los primeros años de residencia en la Capital los dos jóvenes continuaron unidos, pero aconteció que ya próxima a concluirse la carrera, entre ellos se interpuso una mujer porque ambos se enamoraron de una misma muchacha, la que otorgó su preferencia al joven Agüero.


Era ya el último año de la carrera y el amante feliz se disponía a realizar sus más caros ensueños. Pronto se uniría en matrimonio con la que ya era su novia oficial; dentro de unos meses terminaría su carrera y ya soñaba con la dicha de no separarse más de su amada.


Entre tanto en el pecho del joven Moya (que tal era el apellido del hermano adoptivo) ardía cada vez con mayor intensidad la llama del odio hacia el joven Agüero, y una tarde en que paseaban por las afueras de La Habana, sin saberse cómo, el joven Agüero cayó mortalmente herido a manos de aquél que la generosidad de su padre había elevado desde la oscuridad y la miseria hasta la posición prestigiosa que ocupaba.


Pasados los primeros momentos, disipadas las negras pasiones que hasta entonces le habían atormentado, el fratricida sintió remordimientos por la acción cometida. Quizás si hasta la generosidad que en sus últimos momentos tuvo Agüero al no acusarlo movieron su duro corazón al arrepentimiento. Lo cierto es que partió hacia Puerto Príncipe y en el seno de su madre derramó sinceras lágrimas de dolor. Esta pobre mujer oyó horrorizada el relato que le hacía su hijo ya que aquella pobre viuda cifraba en él toda su esperanza; confiando como siempre, en que una vez terminados sus estudios, su hijo encontraría en Don Manuel el apoyo en los primeros pasos de su carrera. Ella en su desamparo y su miseria no había tenido otra ayuda, por eso pensaba que podía seguir contando con el apoyo de su generoso protector. ¿A quién podía ahora acudir en aquella situación desesperada sino a él en demanda de perdón y consuelo?


No debió reflexionar mucho; bien fuera por el conocimiento que tenía de aquella alma grande, bien por el natural impulso de los sentimientos del deber y la gratitud que en su alma se albergaban. La viuda se dirigió a casa de la familia Agüero con su corazón desgarrado de dolor.


Era de noche y a esa hora pocos podían verla. Penetró por el zaguán de la casa, pues las demás puertas y ventanas estaban cerradas en señal de perpetuo duelo. Junto a la puerta quedó el hijo, mientras la madre, allá en el portal hablaba con don Manuel.


No sabía éste, ni aún sospechaba, que a su hijo hubiera ocurrido algo, cuando la infeliz mujer, mil veces infeliz, bañada en lágrimas y ahogando en sollozos las palabras, le refirió con todos los detalles la inmensa desgracia que a ambos alcanzaba.


Aquel hombre valeroso, no lanzó una palabra de reproche. Sereno, augusto en su dolor, volvióse a la mujer y le preguntó ¿dónde está tu hijo?


—Allí,— replicó ella, señalando un bulto que se movía en la oscuridad de la puerta.


Entonces, levantándose don Agüero se dirigió a su habitación, volviendo a los pocos momentos con una talega de onzas de oro, la que puso en las manos de la viuda diciéndole:


—A tu hijo que entre, que tome de la caballeriza el potro Moro y con eso (señalando a la talega) se vaya lejos, donde mis otros hijos no lo encuentren. ¡Dios le perdone!


El joven Moya se dirigió a Méjico y nunca más se volvió a saber de él.


—————


Pasó el tiempo y cada día se iba acentuando más la pena del padre Agüero. A tal extremo exaltó su fervor esta desgracia, que decidió ingresar como fraile en el Convento de la Merced.


Con el beneplácito de sus hijos, Fray Manuel invirtió la herencia que correspondía a su primogénito en alhajas para el Templo. De estas joyas la más notable es el Santo Sepulcro, único en la Isla, todo de plata, en el cual invirtió más de 23,000 pesos plata, haciendo venir de Méjico expresamente al artífice don Juan Benítez Alfonso. El sepulcro es de una belleza imponente y a su paso  por nuestras calles en la tradicional procesión del Santo Entierro, el Viernes  Santo, llena de recogimiento los corazones por su majestuosidad, acentuada por el constante tintineo de las trescientas campanillas que lo adornan. En el exterior tiene esta inscripción:


SIENDO COMMENDADOR EL R.R. PREdo. F. JUAN IGNACIO COLON A DEVOCION DEL P. F. MANUEL DE LA VIRGEN Y AGUERO. SU ARTIFICE Dn. JUAN BENITES ALFONZO. AÑO 1762.


Además del Sepulcro, Fray Manuel mandó a construir el altar mayor hecho también todo de plata, el trono de la Virgen, varias lámparas, ángeles, etc. Toda la considerable herencia de su hijo la dedicó a embellecer la casa de Dios. En la actualidad sólo se conservan el Sepulcro y el Trono de la Virgen que se sacan cada año en Semana Santa, ya que el fuego ocurrido en la Iglesia hace años, destruyó el Altar Mayor, lámparas y otros objetos.


Así, a través de los años, el Sepulcro que se guarda en un altar expresamente construido para él por la familia Rodríguez Fernández, trae a la memoria de los camagüeyanos el siniestro recuerdo de aquel crimen que tuvo la virtud de elevar a un grado extraordinario de santidad el corazón de un padre desgraciado. Hoy, a casi dos siglos de distancia de aquel suceso nos inclinamos reverentes ante la memoria del noble anciano que supo embellecer su desgracia legando a las generaciones posteriores una joya de arte religioso que no es más que una pequeña manifestación de la belleza serena de su alma grande.


Como dato curioso podemos añadir que durante muchos años el Sepulcro se guardó en la casa de los descendientes de esta rama de los Agüero, pero en la actualidad se venera como ya dijimos, en el hermoso Templo de la Merced en esta Ciudad. Además debemos agregar que desde los primeros momentos se formó una especie de Congregación o Hermandad con la finalidad de cargar todos los años en la Procesión del Viernes Santo y en la del Domingo de Resurrección canto el Sepulcro como el trono de la Virgen. Esta hermandad se originó porque al principio los esclavos eran los cargadores, pero más tarde siguió la tradición y se fue trasmitiendo la costumbre de generación en generación.


Los cargadores del Sepulcro y el Trono no reciben remuneración alguna y a pesar de que no tienen reglamento, ni directiva, ni están inscritos en ningún libro, todos los años acuden puntualmente a desempeñar su noble misión. A veces algunos vienen de veinte leguas de distancia a cumplir con este sagrado deber. Se cuenta que algunos cargadores llevan hasta cincuenta años sintiendo sobre sus hombros lo que ellos es dulce carga, acostumbrando a descansar su cabeza, ya velada por la muerte, sobre la misma almohadilla que en vida les ayuda a hacer más llevadero el Santo Sepulcro.


 



Two great and distinct passions in the human heart bring about different consequences for humanity.  One is the noble and generous passion of love, the other is the base and wretched passion of hate.  Both love and hate have driven humankind to commit the most beautiful and loathsome acts throughout history.  Both have been interwoven in many sad and moving stories in which tragedy has struck a note of intense pain; such is the story of the Holy Sepulcher revered in this City and which has given birth to a legend of the same name, the Legend of the Holy Sepulcher of Camaguey. 


          Let our minds wander back to the early 18th Century, a time when Puerto Principe (now Camaguey) enjoyed a patriarchal existence much like that of Spanish cities in the Middle Ages.


          Life in the Camagueyan society of that wholesome and gentle time was very familiar.  Most families were related in some way and this enhanced the social relations between each other. 


          The Aguero family was regarded as one of the original founders of the City and had made notable contributions to the progress and welfare of the population.  Throughout many generations, its descendants had enriched the family tree and augmented their inheritance.


          Don Manuel Aguero y Ortega descended from one of the branches of this Aguero family; a well-to-do landowner married to Doña Catalina Bringas y de Varona and both members of the Creole aristocracy.  They were much respected in their community, not only for their social position, but for their heartfelt Christian generosity, for those who went to them for help would find encouraging words to allay their suffering as well as a generous gift.


          They lived with their children in one of those typically large colonial houses of old Camaguey where, in the midst of such gentle happiness as that provided by financial well being and peace of mind, they suffered the death of Doña Catalina which overwhelmed everyone with sadness, especially Don Manuel, who decided to get rid of all his worldly possessions and enter the priesthood.


          It was a custom among wealthy and pious families of that time to become patrons of other less fortunate families.  For a long time, Don Manuel had had under his protection the son of a widow who was raised as a brother to his oldest son.  Both grew up together, attending the same schools, and once their preliminary studies were completed, Don Manuel sent them to study Law in Havana.


          The two youths remained close throughout the early years of residence in the capital city, and as they approached the end of the school term, both fell in love with the same woman who in turn chose the young Aguero as her favorite.


          It was the last year of law school and the happy lover was looking forward to the realization of his fondest dreams.  Soon he would marry the girl who had become his fiancée; in just a few months he would finish school and was already dreaming of never being away from his beloved.


          Meanwhile, the adoptive brother whose name was Moya, was being consumed by hatred for the young Aguero and during an afternoon stroll on the outskirts of Havana, somehow young Aguero fell mortally wounded by the one whom his father had so generously lifted from poverty and darkness to the prestigious position he now enjoyed.


          Following the fratricide and once the dark impulses which had tormented him had vanished, young Moya felt remorseful for his act.  It may be that his hardened heart was moved to repentance by Aguero’s magnanimity in not accusing him to the authorities.  What is known is that he set out for Puerto Principe and shed painful tears on his mother’s bosom.  The poor woman was horrified as she listened to the story being told by her son, in whom she had placed all her hopes, always confident that once his studies were over, Don Manuel would help him get started with his career.  She had never had any other source of aid in her misery and had expected her generous patron to continue his support.  Who else could she turn to now in this hopeless situation for comfort and forgiveness?


          Either because she understood what a good soul he was or because of her natural feelings of duty and gratitude, the widow did not have to meditate for long before heading to the Aguero family home with a heavy and broken heart.


          It was late at night and few could have seen her.  She went in the carriage entrance, as all other doors and windows were closed in a sign of permanent mourning for Doña Catalina.  Her son remained by the door while his mother spoke with Don Manuel in the portico.


          Totally unaware that anything had happened to his son, he heard the unfortunate woman relate amid tears and sobs the details of the terrible misfortune that had befallen both of them. 


          That valiant man did not utter a word of rebuke.  Majestic in his pain, he turned to the woman and asked, where is your son?


          “There he is,” she answered pointing to a moving bulk in the darkness by the door.


          Don Aguero then went to his room and returned shortly with a sack full of gold coins which he gave to the widow and said:  “Tell your son to come in and take the black horse from the stable, as well as this (pointing to the bag), and to go very far where none of my other children will find him.  May God forgive him!”


          Young Moya left for Mexico and was never heard from again.


—————


          Father Aguero’s sorrow would increase as time went by.  The misfortune so exalted his fervor that he determined to enter the Convent of Mercy as a monk.


          With the consent of his children, Brother Aguero invested his first-born’s inheritance in ornaments for the church.  Among these, the most notable is the Holy Sepulcher, unique on the Island and made totally of silver at a cost of 23,000 silver pesos by the craftsman, Juan Benitez Alfonso, whom he brought expressly from Mexico.  The Sepulcher has an imposing beauty and when it is carried on our streets during the traditional Good Friday funeral procession, people’s hearts are filled with joy at its majesty and the jingling of three hundred little bells that adorn it.  An inscription on the outside reads: 


          BEING PRELATE THE REVEREND FATHER JUAN IGNACIO COLON AND BY DEVOTION OF FATHER MANUEL DE LA VIRGEN AGUERO.  CRAFTED BY DON JUAN BENITES ALFONZO.  YEAR 1762.


          Besides the Sepulcher, Brother Manuel ordered the construction of the High Altar, also made of silver, the Throne of the Virgin, many light fixtures and angels, etc.  He dedicated all of his son’s considerable inheritance to the beautification of God’s Temple.  However, many years ago a fire destroyed the High Altar, light fixtures and other ornaments; only the Sepulcher and the Throne of the Virgin are preserved to this day and are taken out each year during Holy Week.


         



The Silver Sepulcher on its Golden Altar

At the Church of Our Lady of Mercy in Camaguey


          Throughout the years, the Sepulcher—kept on an altar expressly built for it by the Rodriguez Fernandez family—brings to mind for all Camagueyans the ill-fated memory of that crime which had the power to lift the heart of an unfortunate father to extraordinary saintliness.  Today, almost two centuries since that event happened, we bow reverently in remembrance of this noble old man whose misfortune was embellished to later generations by the legacy of such a jewel of religious art, which is nothing less than the humble expression of the serene beauty of his great soul.


          It should also be added that the Sepulcher was kept for many years in the home of Aguero family descendants, but as we mentioned, it is presently revered in this city’s lovely Church of Our Lady of Mercy.  We should also add that a Brotherhood was formed from the earliest days for the purpose of bearing the Sepulcher, as well as the Throne of the Virgin, each year during the processions of Good Friday and Resurrection Sunday.  Initially, the bearers were slaves, but soon the tradition continued and was maintained by this Brotherhood from one generation to another.


          Every year the bearers of the Sepulcher and the Throne arrive promptly to carry out their noble mission despite the fact that they receive no compensation and do not have a board of directors or bylaws, nor are they registered anywhere.  Some of them come from afar to fulfill their sacred duty.  It is said that some bearers have done this for as many as fifty years, feeling on their shoulders what to them is a gentle load, becoming accustomed to resting their heads on the small cushion, already under death’s vigil, which helped to make the Sepulcher more bearable in their lifetime.